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“MONZANI Y LOS PATIOS MALLORQUINES VELADOS”, de P. de Montaner

Luca lleva algo más de treinta años pintando y exponiendo no tengo en cuenta lo que garabateaba, dibujaba o pintaba en su infancia y adolescencia, que sin duda fue mucho.
Han pasado los años y el pintor ha ido cambiando estilos, alternando temas, modulando su obra mediante el discurso de su propia existencia.
Por mi parte, y como tengo derecho a escoger, declaro mi interés preferente por sus arquitecturas mallorquinas. Sobre todo por las veladas: molinos, fachadas, torres, patios.
Contra mis principios, reconozco que estoy siendo desvergonzadamente chauvinista.
Para mí, la esencia de la mediterraneidad es un compendio de sentimientos de intimidad que nos remite al eterno Mediterráneo homérico de manera asombrosa.
Así, el honor de sus gentes formulado como “yo tengo derecho a hacerte, tú no tienes a hacérmelo”, perspectiva que tanto interesó al antropólogo J. G. Peristiany en torno a 1960; o la agresividad incuestionable, tan ligada a la venganza como corresponde a milenios de luchas entre familias, clanes, naciones. En el presente, eso y mucho, más no siempre resulta evidente, pues se disimula [ex profeso] bajo la teatral presentación de su paisaje, en tantas partes tan ultrajado; de su mar, no idealmente limpio; de su desquiciada promoción turística, que le prostituye de muy mala manera; de la especulación urbanística, que desgarra su físico y destroza su imagen.
Precisamente, la mediterraneidad se definía histórica, artística y sociológicamente como una cultura básicamente expresada con imágenes (hoy el problema es de qué tipo, pero no entraré en ese espinoso tema).
Por eso, el excelente historiador del Mediterráneo que fue Paul Faure decía que una persona mediterránea no puede vivir sin imágenes ni relatos: con ello embellece y compone su vida, la historia, su hábitat y su propia vida (1973).
Un apasionado del trabajo de campo, Faure buscaba el fundamento arqueológico de ese orbe de imaginación rampante, creativa y fundadora de una civilización imprescindible en las cuevas de las islas donde íntimamente nacieron los dioses del microcosmos mediterráneo. Lógicamente etnocéntrico por engreído; y, en consecuencia, convencido de su superioridad sobre el resto de lo que le rodeaba.
Desde que me llegó la edad del Conocimiento, el reverdecer de los hierbajos con las lluvias entre los cantos rodados de los patios de Palma me causaba una indecible alegría (hoy una profunda nostalgia).
Era como una versión vegetal del milagroso renacimiento periódico del Fénix. Mejor, sí, si había gato incluido, lánguidamente inquisitivo. Por su aspecto reconocíamos de qué casa o convento procedía, como deducíamos en qué jardines particulares de la vieja ciudad intramuros se recogían los mirlos migratorios, nuncios del invierno que estaba por llegar. Todo ello formaba parte del desarrollo ritual de la existencia mallorquina: una existencia insular que, como constató Paul Valéry, precedió a la creación del mundo.
Ahora, Luca, captando la intrínseca naturaleza íntima misteriosa y sugerente de nuestros monumentos, nos aporta, con sus neblinas, la plasmación de la verdadera personalidad del Mediterráneo.
P. de Montaner